Llamando a las cosas por su nombre.

Los niños aprenden a relacionarse, jugar, comer, hablar, a casi todo de un modo natural si el entorno lo propicia. Es muy difícil, afortunadamente, encontrar a un niño que esté aprendiendo a hablar y pronuncie correctamente todas las palabras que utiliza. Durante mis años en Jerez conocí a un niño, Juanma, de una gran inteligencia y perspicacia, que cambiaba la letra “c” por la “t”; también coincidí en varias, y geniales, ocasiones con dos hermanos de los cuales el mayor, Ian (Denise se llama el menor) denominaba salquetines a los calcetines; Sami, con el que tuve ocasión de compartir varios fines de semana como canguro consorte, le decía al chaquetón cachetón. Hace algunos meses que no sigo el día a día de estos niños (Juanma era para mí un hermano pequeño o un sobrino al que me gustaba acompañar en sus aventuras freaks) pero me consta que no inciden en el error una vez que han avanzado en la escuela.
Los niños no cambian el orden de las sílabas o letras porque si, forma parte del complejo sistema cognoscitivo que nos lleva a aprender en base al error cometido, entre otras cosas. El error sistemático un buen día desparece sin más, al menos en apariencia, pero la resolución al aparente problema aparece tras la asimilación del error por parte del niño, suceso que suele ocurrir en la escuela. Hay padres que se preocupan por este hecho, recurren a los especialistas del centro (si disponen del tal recurso) o a logopedas en consultas privadas que tranquilizan a los progenitores con sencillos tratamientos
Cuando crecemos y dejamos atrás la niñez y nos adentramos en las siguientes fases de nuestro desarrollo: pre-pubertad, pubertad, adolescencia, juventud, adultez temprana, madurez, etc...derivamos el modo en que hablamos hacia los lugares comunes de una vida en sociedad recargada de eufemismos, demagogia, ironía, sarcasmo y doble sentido semántico y moral que nos hace inmunes a la inocencia envolviéndonos con una capa de condescendencia y/o crueldad según el caso.
Pasada la etapa del cachetón, los salquetines, el tamión o el toche nos damos cuenta que para vivir el día a día con naturalidad impostada hay que desnaturalizar todo aquello que queremos decir, transmitir, comunicar y debemos traducirlo de forma mecánica a un lenguaje plagado de mensajes cobardes y cifrados que ya se encargará nuestro interlocutor de desgranar, si quiere y puede.
Quizás por todo esto a veces soy feliz pensando que me redimo con un sencillo acto de rebeldía que se basa en llamar a las cosas por su nombre: el cachetón es lo que me pongo para no pasar frío; los salquetines son esa prenda que me cubren los pies antes de ponerme los zapatos y el toche es lo que me lleva de un lado a otro y tiene un volante y cuatro ruedas.

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