Pasen y vean.

Siempre me ha gustado la publicidad. Soy un cliente muy dócil, fácil de convencer. A veces incluso pusilánime.

Confieso que los anuncios que más me gustan son aquellos no van dirigidos a mi. Me hacen mucha gracia los que anuncian productos contra la sequedad vaginal. O los que anuncian coches claramente dirigidos a mi padre. O los que proclaman a los cuatro vientos las bondades de un pegamento para dentaduras postizas.

Imagino la felicidad de una señora que encuentra en televisión la solución a la ausencia de humedad en su intimidad dos anuncios después de tomar la decisión de que la cosa que evitará dentaduras falsas y rebeldes es algo parecido a la pasta de dientes pero con adhesivo.

Yo no me identifico con los anuncios de Fanta en los que un tipo serio habla como si fuera gilipollas; ni con un joven con cara de pijo que hace como que toca el fagot para ligar. Es probable que sea alguien raro por esta razón, pero no es menos cierto que los publicistas lejos de adaptar su producto a lo que hay en la calle pretende que sea al revés.

No me considero un rebelde comunista contrario a las leyes del mercado, me gusta beber Pepsi, comprar en H&M y conduzco un WV. Además tengo muebles de Ikea, escribo en un netbook, tengo acceso a internet en mi Blackberry con Vodafone y llevo unos calzoncillos del mercadillo la mar de cómodos y discretos.

Pero me gustan los anuncios que no me quieren vender nada, y me emociona ver a un cascarrabias Stravinsky vendiendo un coche que no me importaría conducir.

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