Cuadernos y laberintos.



Una adolescente sale de clase, lleva en los brazos cuadernos y libros y colgada del hombro una mochila. Es risueña, tiene una mirada limpia y curiosa y una sonrisa que podría (y debería) pacificar Oriente Medio. Sale de clase feliz, camino de la siguiente y al bajar las escaleras se le cae un cuaderno, mientras baja escalón a escalón todo aquello que ha dibujado o escrito sale a borbotones del caído, y al llegar al último peldaño un adulto (un profesor o un conserje) lo recoge, cierra y entrega a la propietaria.

Son veintitrés segundos en los que una marca de cuadernos y agendas escolares nos muestra como una libreta puede contener, aparte de apuntes necesarios y obligados, toda la imaginación y los sueños de quien la posee.

En otro tiempo y lugar Sarah lee novelas fantásticas en el parque vestida con un vestido para la ocasión. Confortable en su mundo de hadas, brujos, laberintos y reinos lejanos que la abstraen de una realidad que no le gusta: un padre demasiado volcado en su nueva esposa y el hijo de ambos, descuidando a una hija adolescente soñadora.

En el primer caso no conocemos el contexto familiar de la adolescente y su cuaderno, pero me gusta pensar que es equilibrado y sensato. Incluso motivador en el aspecto más onírico. Pienso en una lectora empedernida que no pierde el tiempo con lo superfluo y que tiene amigas y amigos con intereses comunes.

Sarah viene de un hogar complicado en el que se siente desplazada, pero que ha de dar un paso al frente cuando su hermanastro es secuestrado por un David Bowie pasado de vueltas y más divertido que nunca. En este caso hablo de una película de 1986, “Dentro del laberinto”, con una guapa Jennifer Connelly en el papel de la valiente soñadora.

Me gustan los soñadores, los que ante una realidad gris son capaces de diseñar lo que sea necesario para acceder a la evasión a través de un espejo, un laberinto o un cuaderno.

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