Una historia de amor.


Dos personas, tres, doscientas u ocho, da lo mismo la cantidad de personas que suman una comunidad en la que el común denominador es el afecto, el cariño, el respeto,...el amor.

Es una palabra hermosa y cursi, y no por muy utilizada pierde su significado. Un aglutinante que no distorsiona y embellece la capacidad del ser humano para ser eso, humano.
Dejando de la lado la física, la química y la neurobiología me gusta pensar que se trata de un sentimiento movilizador de masas capaz de trasladar un continente de un lugar a otro si fuera el propósito.

La familia, los amigos y la pareja son los destinatarios de nuestros afectos, cariños y amor. Tenemos el pasional (de fisicidad necesaria) que nos eleva unos metros por encima de la realidad sin importarnos la caída, o no, posterior.

Nuestra pareja compra el pan cada día que nos gusta a nosotros pero no a ella (o el), que nutre su pequeña sonrisa cómplice de gestos invisibles para equilibrar una unión que se sabe cuando comienza pero no cuando termina; una persona que está ahí y se siente confortable en los días malos como los buenos...o al menos hasta el hartazgo.

No se trata de amar por decreto ni querer por compasión; hay motivos más que suficientes para hacerlo o dejar de hacerlo. Nos armamos de valor para decirle a quien amamos que somos incapaces de conciliar el sueño sin saber si es recíproco, pero somos unos cobardes irredentos para declarar el cambio de amar a querer.

De una belleza descomunal es seguir queriendo después del amor; mantener la capacidad de recibir un amor diferente que nos enriquece y satisface. Pero a veces el orgullo nos juega malas pasadas y delega los buenos deseos a lugares intrascendentes en nuestras ex-relaciones.


Que difícil es, para mi, escribir sobre amor. 

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