Guionista en paro.

Una de las noches en las que peleaba contra mi frustración, asistiendo a clases para obtener el título de graduado en secundaria, una psicóloga impartió una charla para orientarnos en las diferentes alternativas de formación que teníamos una vez finalizado el curso. Era una de esas noches en las que estaba más cansado que nunca después de un mal día de trabajo.

Por aquel entonces trabajaba en una fábrica de lunes a viernes durante diez horas, y cinco más el sábado, quince horas sobre la jornada laboral establecida por ley. Todas esas horas de más siempre las consideré como un expolio a mi tiempo libre y no llevaba muy bien que trataran de consolarme mis compañeros diciéndome aquello de “al menos nos las pagan”, escandalizado preguntaba ¿es que había sitios en los que no es así? Y es que aún me faltaba algún hervor, como acostumbraba a decirme un compañero que, me confesaba, hacía años que se había acostumbrado a aquel sistema de trabajo tan excesivo en tantas cosas.

A lo que iba, la orientadora. El caso es que nos pidió que nos presentáramos uno a uno, y explicáramos a que nos dedicábamos, ademas de aprender de memoria el verbo to be y las capitales de los países de la Unión Europea de siete a once de la noche, al llegar mi turno no lo pensé dos veces:

Soy guionista de cine en paro”.

Por aquellos días había escrito un relato sobre un joven que decide hacer saber a sus padres que quiere ser director de cine, que no desea ser abogado, maestro o portero de discoteca o de fútbol. Lo que quiere de verdad, su anhelo más preciado, es hacer películas. Supongo que influenciado por aquel relato (que afortunadamente se ha perdido con el paso de los años) decidí soltar aquella estupidez. Se escucho una sonora carcajada de la muchachada y mi amigo Isaac que compartía conmigo sueños de escritor y pupitre me susurró: “tío, los tienes cuadrados”.

Aquella anécdota dio como resultado un encuentro con la jefa de estudios y el director de instituto que consideraron inadmisible la grosería ante una orientadora que tan sólo quería ayudarnos a decidir que queríamos o podíamos hacer con nuestras vidas. Tras escuchar la razón por la que les dije aquello me amonestaron y acordaron subirme el nivel de los exámenes para motivarme más ya que su diagnostico era que me aburría demasiado en clase.

Han pasado trece años de aquello y puedo jurar que no me arrepiento un ápice de haber dicho lo que dije, pero si me arrepiento de no haberlo intentado en serio en lugar de fantasear y bromear sobre ello ante una atribulada orientadora escolar.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Jodido

Consecuentes

El trabajo más hermoso del mundo