Maneras de ver.


Quise tener un diario como el que confeccionaba con tanto mimo Henry Jones Sr. en Indiana Jones y la última cruzada; ser como el desprestigiado y luego ascendido a los altares Peter Fallow en La hoguera de las vanidades; que me dijeran aquello de “¿Tienes una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme? (Dolores a Eddie Valiant en ¿Quién engañó a Roger Rabit?); tener como amigo al Azeem de Robin Hood: príncipe de los ladrones y que mi piel mutara en mugre como lo hacía la de John McLane en La Jungla de cristal.

Hay muchas maneras de ver una película. Para evadirte, para investigar, para sufrir, para disfrutar, para entender, para aprender,...para sentir. Yo la veo de todas las maneras.

Parte de mi niñez, toda mi adolescencia y, de forma irremediable, toda mi vida está marcada por lo que veo en una pantalla de cine, se diferenciar la realidad de la ficción y mi pragmatismo (tipo freno de mano) no me hará traspasar la línea que separa la obsesión lírica de Cecilia en La rosa púrpura del Cairo de un día a día que disfruto igualmente.

He ido muchas veces solo al cine, y esto suele alarmar a quien nunca me a acompañado a tal cosa. Desde horas antes de ir ya estoy nervioso (aunque no se me note); me gusta llegar al menos media hora antes en sesiones de días laborales. Me gusta contemplar los display de los próximos estrenos y pasear tranquilamente por el vestíbulo antes de acceder a la sala. Es mi liturgia y entiendo que no todo el mundo tiene porque seguirla para ir a ver una película. Pero yo si. Por eso me gusta ir solo.

Cuando tenía catorce años junto a mi (desenfocado en la memoria) amigo Víctor hice un experimento: ir al cine sin saber la película que se exhibía, era El invierno en Lisboa. No he vuelto a repetirlo. Fue en Mérida, en el Teatro Cine María Luisa.

Da igual el modo en que se vea una película, lo importante es que siga habiendo cines, películas y gente que quiera disfrutar de ello.

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